Iban rumbo al sur. La cinta del asfalto relumbraba como nueva bajo el sol inclemente del mediodía. Los campos de tierra revuelta y enrojecida se escurrían, siempre medio vacíos. Pocos olivos o pocas tunas formaban en líneas separadas por mucho espacio yermo. El sol, seguramente, presionaba con su humor pesado y caliente, implacable sobre las plantas que debían requerir mucho espacio vital en esa tierra huraña.
Ella lo observaba mientras conducía con sus grandes manos blancas sobre el volante. El vientre se abultaba sobre las piernas y los ojos rapaces no querían soltar la carretera. De vez en cuando miraba lo que a ella podía llamarle la atención. Hacía algún comentario breve y preciso, como si conociera esos parajes. A veces se demoraba en una explicación más extendida sobre algo que parecía interesarle. A veces también sonreía.
Él manejaba respetando las velocidades máximas. La calidad del asfalto le permitía avanzar sin contratiempos y con regularidad. Las pocas poblaciones alineaban sus casas y galponcitos a ambas márgenes. Apenas penetraban tierra adentro y desde arriba se verían como un escamoso ofidio cuya médula era la ruta refulgiendo.
Por fin los detuvo la policía. Tal vez había algunos soldados. El agente vestido de negro les pidió los papeles. El respondió sucinto a alguna pregunta. El agente lo increpaba en voz alta. Él permaneció en el auto. Ella no llegó a asustarse, más bien esperó alerta: no había de qué preocuparse.
Habían alquilado el auto en uno de los locales del aeropuerto a pesar de aquella pregunta: “¿les gusta la aventura?”. La mujer elegante que trabajaba en un puesto de información turística los había contemplado antes de hacerla. Por qué podría ser peligroso si había no menos de seis puestos entre los que se contaban las compañías más conocidas, había reflexionado él.
Llegó uno de los que usaban uniforme marrón claro y se dirigió a ella que tenía el rubio pelo suelto y sin cubrir. Ella le respondió, en su precario inglés, que no entendía. El hombre de marrón observó al agente de negro y dijo dos palabras. El agente se retiró. Él y el hombre de marrón se miraron. El hombre de marrón, con una sonrisa restringida a sus dientes blancos, les dijo que siguieran.
A ella la sorprendió el cambio de trato entre el oficial de tránsito y el militar ―¿era militar?― que se acercó después.
Se habían encontrado en la ciudad, dos días antes. Había esperado su vuelo en el aeropuerto y había llegado en tiempo y forma a paso rápido, afianzado. Era más grueso que en las fotos. Eso: más grueso y más fuerte, sin duda. Un hombre enorme, le gustó pensar. La voz le parecía tan cavernosa como en los mensajes y en las llamadas que se habían hecho. Los ojos oprimían las arrugas de las comisuras y algo forzado se asentaba en las mandíbulas que presionaba sostenidamente. El copioso cabello, apenas entrecano, hacía un pico en la frente, la barbilla mostraba un ostensible hoyuelo. Se saludaron con un abrazo y ella, como si se hubiese preparado le ofreció la boca para un beso tan corto como elocuente.
Todo estaba dispuesto para que se concretara, a la brevedad, el encuentro planeado después de lo que se habían dicho desde que lo conociera en la página.
No era extraño. Florencia, su mejor amiga, estaba allá en Barcelona conviviendo, en dormitorios separados, con Omar, el otro grandote a quién se había relacionado de la misma manera.
Fijaron la fecha de retiro del auto para dos días después. Tomaron el taxi que los llevaría al hotel en pleno centro y pasaron junto a la disimulada precariedad de la torre del reloj que inauguraba la avenida.
Ella contempló los alambres concertina que cercaban una plaza y las bocas de varias calles y se alertó al tener que entrar al hotel trasponiendo un arco detector de metales que ―se dio cuenta― no funcionaba. Por suerte el hotel contaba con un bar donde pudo corroborar la presencia de bebidas alcohólicas.
Lo hicieron apenas ingresados a la habitación, cruzados sobre la gran cama blanca.
―Vení, vení―, murmuró ella cuando sintió la inminencia, sin pensar en otro idioma.
Esa misma noche salieron a cenar y él buscó en una calle lateral. Se acercaron a un restaurant al que se accedía por una escalera y ella no quiso siquiera subir para mirar de cerca el salón. Habían visto uno antes y decidieron volver. También estaba en la primera planta, pero abajo funcionaba la cocina y el despacho de comida donde algunos hombres retiraban lo encargado. La escalera estaba visible desde allí. Subieron. En el salón había solo hombres. Decidió taparse el cabello con la capucha y buscar mesa sin elevar la cara. Todos miraron a la pareja, apenas unos instantes, enseguida volvieron a lo suyo. Se sentaron en el rincón más alejado. Él no pidió vino como ella hubiese querido.
―Ya tomamos bastante, dijo con suavidad protectora.
Comieron lo usual, una de las combinaciones de carne de cordero con salsa de tomates, arroz y ensalada. Hablaron en voz baja, de buen ánimo.
A la mañana siguiente vio que el transporte público incluía el metro. La palabra la alentó. Además, llegaba al museo. Era una envejecida línea de trenes que iba en superficie atestada de pasajeros (había mujeres) y el valor del boleto era insignificante. Fueron hasta el museo que exhibía la desolación muda del atentado. Después recorrieron el bazar. Él rechazó a un hombre bajo que la había abordado ofreciéndose como guía.
―No hables con los de acá. Todos te quieren sacar algo.
La ruta se mantenía en buen estado. Pasaron por una suerte de circunvalación que rodeaba una ciudad desde la que emergían minaretes escuálidos entre las paredes caóticas y abigarradas. Ningún edifico alto.
El hotel semejaba una especie de resort. Tenía, en medio de sus alas una piscina de medidas sorprendentes y todos los servicios para su disfrute, incluida una confitería de barra circular. Se asentaba el frío y apenas se veían pasajeros. Faltaba poco para la noche. Todo remitía a un gran “cinco estrellas”, quizás siete, funcionando al mínimo. Estaba lejos del centro de aquella ciudad chata y laxa, abierta hacia el desierto.
Le pareció atinado mantener su cabellera oculta bajo la capucha y sus centelleantes ojos azules bajo las gafas de sol.
Michael ―así se hacía llamar― los pasó a buscar en una pick up Toyota, de las antiguas, al día siguiente. Combinaba campera militar, pantalones cargo y quepis, todo con diseño de camuflaje. A ella le pareció simpático ese atuendo para un guía que les haría conocer el desierto con el que había soñado tanto. Salieron los tres, los hombres adelante, ella detrás. En un inglés circular Michael hablaba y él traducía. Dijo que entre la arena del desierto había mucha mica, lo que la hacía muy apta para la fabricación de vidrio. Ella enarcó las cejas.
Vieron dromedarios, no eran los primeros: en la ruta habían tenido que reducir la velocidad para esperar el solitario y abúlico cruce de uno de ellos.
Bajaron en lo que parecía un campamento a las puertas del oasis. Allí conoció al fénec. ―Qué hermoso ―exclamó sonriendo y no dudó en pedírselo al hombre que lo tenía entre los brazos y que le cedió, cortés, la mansedumbre del animalito.
―Es el zorro del desierto, Michael comenzó otra de sus explicaciones ―no es de la familia de los perros, tampoco de la familia de los gatos. Si se lo mira con detenimiento se nota. ¿Ve que tiene el hocico muy pequeño, los ojos al frente? Las orejas son muy grandes para liberar calor. Come de todo, carne, frutas, dátiles inclusive y es muy manso.
La excursión incluía un paseo en dromedario. Él no la haría. Intentaron hacerla montar uno de los más viejos pero el animal la rechazó resuelto. Los hombres se miraron. Trajeron un animal más joven que la aceptó huraño. Con ella arriba del animal, Michael montó enseguida. El suyo era más voluminoso y alto. Salieron hacia el desierto.
―Si quieres, puedes soltar tu pelo ahora. Y quitarte las gafas para que se vean esos ojos que tienes, dijo Michael luego de unos diez minutos y detrás de la duna que los dejaba frente a la arena interminable.
―No te entiendo, respondió ella, todavía sonriendo.
Michael hizo el gesto de bajarse la capucha y se sacó la gorra.
En el campamento, él tomaba el pequeño paquete de manos de uno de los hoscos hombres del oasis y se subía a la Toyota vieja en medio del silencio. Otro acunaba el fenec en sus brazos.
La Toyota comenzó a desandar el camino hacia la ciudad.
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