El oficio del gato – Página 12

Supongo que desde la primera vez que lo vi acodado en la barra del Bar del Mar me habrá llamado la atención. De nariz aguileña y ojos verdes claros que casi refulgían bajo el lacio jopo cobrizo, siempre iba bronceado. Los días de frío solía llevar un fular arrollado al cuello y un sombrero al tono de ala ancha y con caída hacia un lado. Pedía un lomo al verdeo y lo dejaba languidecer sobre la barra hasta helarse. Ofrecía de su muy buen vino tinto a los que se sentaban a su lado, pero nadie o casi nadie aceptaba. Era bastante movedizo y dejaba exhibir su blanca dentadura en una sonrisa socarrona y astuta y poco amable. Medía casi un metro noventa.

Laura era igual de movediza y tan alegre como nunca después, aunque, ¿quién puede saberlo? Todavía usaba flequillito ―tenía el pelo muy claro― y resaltaban sus aniñados ojos azules. Su nariz era la versión femenina ―más menuda― de la de Ovidio y, aunque ella era muy hermosa, no me terminaba de gustar su perfil. Digamos que se hizo de un cuerpito tan perfecto que parecía un poco artificial. Pero Laura no era así, eso lo supe después y con certeza. Bebía un poco del vino de él y, si pedía algo para comer, daba cuenta de todo y hacía empaquetar los que él dejaba.


Cuando iba solo dibujaba a lápiz, sobre unas grandes cartulinas que traía en una carpeta, dibujos correctos, aunque sin alma.

Me hice muy amigo de Laura. Algo raro en mí, sobre todo porque me parecía hermosa, pero de una hermosura sin erotismo, como podría tener una hermana.

Yo hacía el ejercicio de imaginar un coito con ella y para que eso pudiese suceder tenía que ser igual de bella, pero con una alguna cuota pecaminosa. Alguna vez me deslizó que el sexo con Ovidio era muy frecuente y muy apasionado, aunque ella terminaba casi siempre en un llanto quedo.

Normalmente nos veíamos en algún bar de la costanera y tomábamos café. No había intención de engañar a Ovidio de parte de ninguno de los dos, pero existía un suave pacto tácito de que nadie supiese. Creo que ella se había entregado a su amor por él con la incondicionalidad de un perro y, en cambio, lo veía como a un gato, es decir solo presente cuando era de su agrado y dedicado a lo suyo el resto del tiempo.

No fue de golpe, me fui dando cuenta despacio por la constancia de la silenciosa y, al principio, poco preocupante tristeza que empezó a resonar en su manera de decir las cosas. Hasta que vino ese día con la boca y la mejilla izquierda cruzadas por un moretón y, por el ánimo, me di cuenta enseguida de lo que había pasado. Era una tarde calurosa y la superficie del río reverberaba como en los días previos a la tormenta. Se le veían las aureolas debajo de las axilas. Y se echaba parte de la culpa. El resto lo tenía el alcohol. Ovidio estaba perdiendo las rentas de los minimarkets que le había dejado la familia y no tenía dinero. Le dije que tenía que denunciarlo. Me respondió que no podía hacerle eso y menos ahora. Si la golpeó después, no lo sé de cierto, pero aseguraría que sí, porque desaparecía. Nos empezamos a ver cada vez más espaciadamente y menos tiempo. Hablábamos de vaguedades. En realidad, siempre hablábamos de lo mismo. Ovidio seguía bebiendo.

Las últimas dos o tres veces estaba amarilla. La piel se veía reseca y como afiebrada. Creo que me las arreglé para tocarla y no estaba caliente.

Dejamos de encontrarnos junto al río. Conversábamos de vez en cuando por teléfono y nos mandábamos algún chiste de los muy malos.

Fue internada de urgencia. Se le había hinchado el cuello, algo monstruoso, me dijeron. Era difícil imaginar esa posibilidad en la Laura flaca y sonriente que siempre había sido.

En los ganglios linfáticos, las inflamaciones se le habían desmandado. La debilidad se apoderó de ella y cayó postrada. Tuvieron que ingresarla en terapia intensiva mientras le hacían biopsias.

Le aplicaron una dosis, según supe después, muy peligrosa de corticoides y, de a poco, la inflamación fue cediendo.

Entonces pude ir a verla a su habitación y la encontré de buen ánimo. Estaba más amarilla todavía y su rostro se había redondeado como si viniera de una reciente cirugía estética. Trataba de reír como siempre y lo lograba. La ayudé a acomodarse en la cama y le dije que si quería podíamos bailar mientras alguien le sostenía el suero. Hacía un manojo con el pelo que le quedaba y lo mostraba sin pudor. Una tarde me dijo, con tranquila convicción, que no dejara que la mantuvieran a cualquier precio, que eso no se lo podía decir a sus hermanas y menos a Ovidio. Fue, me parece, la única vez que le escuché decir su nombre. Jamás lo crucé en el hospital. Jorge, un amigo en común, me contó que lo había visto pidiendo en la calle. Le pregunté cómo iba vestido. “Con las pilchas de siempre, pero arruinadas”, dijo.

Yo mismo llegué a verlo, por fin. En realidad, cruzó la calle en diagonal hacia mí. Recién me di cuenta cuando estaba a mi lado. Su media sonrisa mostraba algo más que lo de siempre: estupor. Me dijo que las hermanas le habían sacado todo. Le daban de comer en una iglesia y había organizado un taller de dibujo entre los mendigos.

De Laura no comentó nada. Yo quería que se fuera y, probablemente, que se muriese, de una manera tan tranquila como ineludible.

Laura salió esa vez del hospital, pero la volvieron a ingresar. Pesaba como diez kilos más y el abdomen se le había hinchado y redondeado. Parecía no importarle. Tardó un mes en volver a su casa.

Su gato, Pitágoras, un siamés particularmente elegante y hierático, saltó a la mesa de la sala donde Laura se había sentado y comenzó a observarla mientras ella le hablaba con ternura. Se dejó agarrar, pero, apenas lo soltó, se alejó con otro salto y continuó observándola. Laura me dijo también que su actitud era de acecho, como si estuviera por cazar.

Ese día, Pitágoras se quedó en la planta baja mientras Laura se acomodaba en su dormitorio.

No podía trabajar por prescripción médica y por una debilidad que no la abandonaba.

Pitágoras apareció en la habitación cuando ella se disponía a dormir y subió a la cama inmediatamente, pero sin dejarse asir. Cuando empezaba a dormirse, Laura alcanzó a notar que el gato se echaba sobre su cuello inflamado y que se quedaba allí. Decidió dejarlo, no le molestaba.

A partir de esa noche se estableció la siguiente rutina: durante el día, cuando Laura reunía suficiente fuerza para levantarse, el gato se refugiaba en el baño de servicio o en un rincón de la cocina. Cuando ella se acostaba, aparecía y esperaba a que la tomara el sueño para tenderse sobre los ganglios inflamados. Habrá durado dos, tal vez tres meses, Laura mejoraba. Empezaron a bajarle la dosis de corticoides y eso la alegraba ostensiblemente.

En el lomo de Pitágoras apareció un absceso, como si fuese una verruga. Aconsejaron operarlo y enseguida procedieron. Todo salió bien según el veterinario. Pasaron unos días en calma, luego aparecieron más tumores. Al cabo de unas dos semanas dejó de saltar a la cama de Laura y era ella quien lo alzaba. Apenas se echaba sobre su cuello.

Rápidamente, como suele ocurrir, se supo que al gato se le acercaba el fin. Me contó lo que pasaba y le dije que se preparase para lo peor.

Cuando Laura consideró que su sufrimiento era intolerable lo llevó para que lo ayudaran a morir. Me dijo que Pitágoras siempre lo supo.

Hace de esto unos dos años. A Ovidio lo vi algunas veces más. En una de ellas estaba en plena peatonal sentado en el suelo contra una pared. La última no me vio mientras cruzaba la calle, casi apurado, con paso ágil. y mejor vestido.

Laura ha recuperado su peso y su empaque de adolescente, no tiene compañero fijo, pero le deben sobrar candidatos. Adoptó un gato que se llama Nilo.

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