Estos minutos de siempre – La Revista del Siglo

No te gusta tanto desnudarla. Nunca te gustó mucho ese trámite. Mil veces te dijeron, mil veces viste cómo desnudar no es un trámite. Cómo desnudar y dejarse desnudar forman parte del juego y seguramente del placer. Pero no tenés ese placer. Es como miedo a que eso que hace falta que hagas, porque así parece que es en general, el hombre desnuda y la mujer se deja desnudar, eso que hace falta que hagas, pueda fracasar y toda la expectativa de coger se caiga. Es miedo al fracaso y querés ir al grano para estar seguro. Pero te lo perdés y ella también se lo estará perdiendo. Con el tiempo, el hombre y la mujer aprenden a disimular. Aprenden a simular que todo está bien y que se calientan con el juego amoroso. Al final en algún momento se gatilla la calentura. Y cuando se gatilla la calentura todo es más natural, más de verdad. Pero todavía no te pasó y seguro que a ella tampoco. Y hacés todo lo que hay que hacer, igual que ella. Los besos largos con toda la boca y la lengua desconsiderada. Con los dedos que se meten entre el pantalón y la panza chata. Hasta la mano, hasta el cuerpo de la mano que no entra, salvo si liberás esa panza hermosa desprendiendo el botón del vaquero. Pero seguís tu táctica que es una costumbre de la que ya ni te das cuenta. Sacás la mano de la panza hermosa y de la sensación de lo que hay allí abajo y le agarrás el culo. Fuerte, como tomando confianza. Como diciendo empezamos a estar libres para disfrutar de lo que tenemos ganas. Pero es como si esas ganas se diluyeran justo antes de que se consumen. Es que justamente, por un momento desparecen ante la inminencia de que ya lo vas a lograr. Seguro que para la mina no es así. Pero seguro que tampoco es muy diferente. Y sin embargo empezás a disfrutar. Empezás a disfrutar y tenés confianza en que ella también empieza. Sentís que le va a gustar. Querés sentir con ella. Eso es. Es que se gatilló la calentura. Y la apretás contra vos, contra tu cadera. Contra tu pija que todavía no está dura, pero que ojalá lo vaya a estar. Y le soltás la nalga curva y te vas adelante para desprenderle el botón del vaquero. Tu mano entra libre y ella se deja. Sentís que le gusta. Sentís que respira diferente. Que respira como siente y te encanta y no te detenés a pensar si tu pija se va poniendo lo suficientemente dura. Y te gusta como respira y la tocás sin vergüenza. La tocás adentro para asegurarte que allí vas a ir, que allí te vas a meter. No tenés que pensar que es hermoso. Porque es hermoso meterle los dedos en la concha tibia y húmeda. No tenés que pensarlo y no tenés que hacer ningún esfuerzo para ser delicado. Pero te importa que le guste. Ese es tu placer. Sentir la calentura y la dicha de que le guste, de que te parezca que ella también pueda tener dicha y calentura por estar con vos. Ahora sólo con vos. Ahora sos vos el que está con ella. Y también se puede disfrutar. Vos también sabés cómo hacerlo y ella ahora está con vos. Y te levantás del sillón y la invitás a pararse. Ella te acompaña, claro. Le sacás la camiseta blanca que ya no le marca las tetas como en la cena, porque está arrugada. Ahora se ve un pliegue que no sigue perfectamente la curvatura suave y segura de esas dos tetas que tienen también un tamaño seguro. Ese tamaño que les gusta a todos. Y queda en corpiño blanco y liso y redondo. Dos veces redondo, qué lindo. Y tenías decidido sacárselo pero te tomás un tiempo en tocarlo. En tocarle la blandura de las tetas con el corpiño puesto. Y ella cierra los ojos porque cerrar los ojos es una buena forma de no hacerse cargo, te parece. Vos también, a veces, cerrás los ojos. Pero no ahora, ahora estás menos ansioso y le desprendés el corpiño que le deja las tetas libres y más blandas. Deja las tetas así, en su peso para que estén disponibles para vos y se las acariciás con suavidad y firmeza. Esa laxitud sostenida y clara te gusta, como a todos. Vos no cerrás los ojos, ahora. Le miras las tetas y te das cuenta de que el pezón, los pezones son muy lindos, más vale chicos, no muy chicos y con la tetita petisa. Así, rosados: Te gusta que te guste. Les miras las tetas y se las chupás un poco. Todo el pezón y un poco de la piel blanca. Y te vas con la lengua hacia arriba.  Otra forma de tenerla más, Con más seguridad que es lo que te falta. Vos te hacés cargo. Vos hacés que te hacés cargo y te sacás la camisa. Es un momento frío, porque ella no te desprendió ni un botón. Pero ella es buena compañera y te aguarda con la levedad que es natural en las mujeres y enseguida, pasando el momento, te vuelve a gustar todo y la abrazás apretando tu pecho libre contra el de ella que te abraza a la altura de las costillas. La separás un poco y te ponés a bajarle los pantalones. Te sentís bien y te detenés para mirarla a la cara, para que te mire, para que tenga confianza, así con los pantalones a medio bajar. Y te mira con esa levedad que es tan natural en las mujeres y te parece más fácil terminar de sacarle los pantalones blancos agachándote y quitándole antes las zapatillas y después tirando de cada botamanga. Y enseguida la bombacha. Hoy no se la dejás puesta un ratito. Se la sacás junto con los pantalones, así de rápido, te dio ganas. Fue más fácil que de costumbre sacárselos y cuando te vas incorporando le pasás la mano por la lisura larga de la pierna, por adentro, no muy lentamente, hasta la concha, y se la rozás apenas. Rozándosela como a la lisura larga de la pierna. Esa lisura de mujer, con ese vaho tibio y limpio. Y sin pensar, sabés que se debe haber tratado las piernas como se las trata una mujer, con la delicadeza que te calienta tanto. Entonces te desabrochás el pantalón sin dejar de besarla, sin dejar de besarla para que no se pierda nada, para que no se arrepienta y todo siga. Y desabrocharte el pantalón te molesta un poco pero no mucho. Igual que sacártelo pisándo el ruedo con tus pies que ya están descalzos. Que ya te descalzaste porque eso es lo primero que hacés. Y te pisás los ruedos hasta que te quedás completamente desnudo y te olvidás de todo por un segundo porque tenés la pija parada, bien parada. Y la agarrás con tu mano derecha y se la apoyás en la concha. Ella se deja y ahora sí estás seguro. Ahora estás seguro y te olvidás, sintiendo tu pija acariciándole la concha. Como adelantando y demostrando lo que va a pasar, lo que se puede hacer. Lo que pueden hacer un hombre y una mujer. Entonces dejás eso, volvés a abrazarla y hacés presión hacia abajo. Ella sigue tu movimiento dócilmente y la acostás despacio sobre la alfombra, como corresponde, porque vos estás seguro y ella seguramente también. Y te echás encima, delicadamente, y te frotás un poco contra su piel, contra su firmeza que está más calentita que vos. Contra ese vaho de limpieza y atenciones que tiene la piel de una mujer. Te encanta y sentís esa cosquilla en el vientre y parece que la pija te va a estallar de dura. Y te la agarrás con la mano derecha y le buscás la rajadura de la concha, desde abajo hacia arriba, una, dos, tres veces, hasta que la encontrás y empezás a empujar. Empujás lentamente primero y después te metés con firmeza, con energía, de una vez, sin lastimar, o mejor haciendo que la lastimás un poquito. Escuchás ese gemido repetido, siempre tan sutilmente tenso. Esa queja de fino dolor y placer. Ese gemido que, aunque lo escuches siempre, querés volver a escuchar siempre. Sentís esa blandura y esa cosquilla feroz, Esa blandura mojada, bien mojada y tibia. Ese guante de gelatina infinito. Te retirás rozándo y volvés a empujar. Quisieras empujar cada vez más profundamente pero la concha hermosa es como si no tuviera fondo. Ella te acompaña, ella te dispone su concha elevando su cadera cada vez que empujás. Ella quiere que se la metas profundo y profundo. Vos lo sabés y la besás y te besa. Ya no te importa estar seguro y te parece que la amás. Y le decís te amo con los besos, con los brazos y con tu pija que parece gritárselo allí adentro. Te da ganas de hacer más, de conseguir más. Sentís que no te alcanza esa manera de decirle lo bien que estás. Que tendría que haber un modo más claro de expresar tus ganas y tu placer y tu dicha. Pensás eso y pensás en darla vuelta y cogerla desde atrás. Le preguntás ¿querés que te de vuelta? Hacé lo que quieras, te dice en un susurro. Pero vos seguís igual, te gusta saber, te gusta imaginar que está entregada, pero seguís igual. Entrando y saliendo y te empieza a parecer que quizá vaya a acabar y te encanta. Me encanta le decís. ¿Y a vos? Me encanta te dice con la vos quebrada. Me encanta, me encanta. Y seguís seguro y más despacio, entrando suavísimo y lentamente sin meterte del todo, jugando por afuera, percibiendo la entrada de la concha, los labios que con esa tensión laxa te aprisionan fugazmente y apenas la cabeza de la pija. La querés acariciar y la acariciás así. Y ella se deja y parece que te pidiera más, pero igual así está bien. Seguís porque te parece que la vas llevando hasta donde querés. Hasta el orgasmo. Hasta que se corte el hilo de plata, pensás. Querés que le venga el orgasmo, que ella sea todo un orgasmo. Ella juega también. Ella te sigue, es mujer. Ella te sigue y vos parás. Parás del todo y solamente contraés el bajo vientre para que tu pija cabecee adentro. Y ella gime un poco y te parece que hace lo mismo. Sí, hace lo mismo: A cada contracción tuya trata de responder con una de ella. Es tan linda y está con vos: Está toda con vos y es como si los dos lo supiesen. Sí, los dos lo saben y ella gime cada vez que vos le hacés eso. Vos también empezás a gemir y casi no te podés controlar y empezás a moverte de nuevo. Hacia adentro y hacia fuera y ella ya sabe. Vos sabés que ella ya sabe y que se va a acabar. Y aumentás un poco el movimiento, tratando de controlarte y ella está con ella, ella se olvida casi de todo. Con un timbre de voz diferente, metálico y ahogado te dice que se acaba, que se va a acabar y se calla.  Vos sabés, ya sabés y seguís con más intensidad. La sentís, podés sentirla y te lanzás con ella, sobre el galope contenido de ella. Esa contención que hace que deje de respirar y que se tense todavía más. Se tensa hacia adentro. Como si toda su fuerza se metiera desde afuera hacia adentro. Desde afuera del cuerpo hasta el centro del cuerpo. Vos seguís, seguís como yendo a desatar, seguro de terminar con lo que ya no falta. Ella no respira hasta que explota un aullido pequeño. Un aullido al que sigue otro más intenso. Y enseguida otro, casi rabioso, casi de cólico y después otro, más largo y aliviado. Y siguen gemidos, gemidos breves en donde empieza a colarse su voz más baja. Su voz que empieza aflorar como una cinta, hasta un grito en donde se libera casi del todo. Un grito largo y una inspiración profunda y sedienta. Un aire que deviene en quietud. Una quietud que querés acompañar quedándote quieto vos también. Una quietud que apenas rompés con un beso sobre sus labios blandos que se abren igual que su vientre blando y mojado. Y vos te quedás adentro sin pensar nada, sintiéndola y esperando su sosiego porque querés empezar a moverte de nuevo. Tiembla una vez más y se queda quieta. Apenas pensás en moverte de nuevo porque ahora casi no te falta nada. Ahora no tenés más apuro que la urgencia de tus propias ganas que te hacen una cosquilla en la raíz de la pija, en el bajo vientre. La abrazás queriendo darte, entregarte pero también queriendo cogerla con ferocidad, no con furia. Queriendo poseerla, arrancarle la voluntad, sacarle el yo. Te empezás a mover de nuevo, con suavidad. Ella no, ella sigue quieta dejándote hacer. Vos insistís con suavidad esperando que levante la cadera, que te busque con la concha. Y lo hace. Primero un esbozo. Después más neto. Vos aumentás la presión y ella te va respondiendo callada. Se mueve con vos hasta que suelta un gemido bajo. Suelta el gemido y suelta su cuerpo de a poco. Y de apoco vos vas perdiendo tu yo. Te movés y te gustaría que se acabe de nuevo pero no se lo decís todavía. Volvés a tu yo y sabés que tenés que esperarla, que tenés que hacerla calentar despacio. Y seguís tratando de que suelte más quejas. Y cada queja que suelta te da placer pero desaparece enseguida y vos seguís buscando otra y otra. Eso te va envolviendo y sentís que no estás nada lejos de acabarte. Entrás y salís lenta y profundamente. No te importa tanto que puedas explotar y seguís buscando el punto de la cosquilla casi insoportable. El punto en que las compuertas están por ceder pero no ceden. Buscás ese punto y vas llegando. Y le hablás, le pedís que acabe con vos. Le preguntás ¿Podés acabar? Te dice que sí. Y no aumentás el ritmo como esperándola un poco más. ¿podés acabar? Volvés a preguntarle. Sí, te dice. Y te sumergís en una furia fugaz. Y se queja. Veni conmigo, te dice con vos neta, con las palabras llenas de su voz. Seguís buscando y te movés más fuerte que al principio, más arriba que al principio para llegar a la puerta de tu orgasmo. Pero enseguida te alejás un poco. Te alejás sin alejarte. Entonces te acordás de vos. Te acordás de vos y sos vos. Pero enseguida irrumpen tu pija y tu bajo vientre. Y te dejás ir. Dejás que tu cuerpo se mueva solo, que haga lo que quiera. Sentís que las puertas van a estallar y cerrás los ojos apretándo los párpados. Estirás los brazos y alejás tu pecho del de ella. Abrís los ojos y es como si le suplicaras algo. Querés mirarla mientras van a estallar esas compuertas que tenés abajo. La mirás suplicándole en silencio, con la respiración anulada y el abdomen rígido. La mirás implorando y te grita, vení, vení. Me voy gritás y se te ahoga la voz y se te cierran los ojos. Se te endurecen el cuello y los omóplatos y las piernas y le ponés todo el cuerpo a acabarte. A aferrarla entre tus brazos. A vaciarle todo tu semen adentro. Y te quejás gritando con vos quebrada, con vos ronca que no termina de salir. Una, dos, tres, no sabés cuántas veces. Gritás con la cara vuelta hacia arriba. Hacia arriba cómo diciéndoselo a alguien. Te vaciás. Te vaciás de todo  Querés vaciarte del todo y de todo. Hacés los últimos esfuerzos con tu abdomen y tu bajo vientre para descargar todo. Y empezás a volver. Empezás a volver, vacío, exhausto. Tomás aire con desesperación. Espesamente. Y lo largás despacio. Tomás aire de nuevo y aflojás los brazos para echarte suavemente sobre ella, con tu peso blando. Te quedás allí, en silencio, en reposo. Empezando a ser puro reposo. Te quedás alrededor de su aroma a tibieza fresca sin olerlo, sin darte cuenta. Te quedás en el aroma, hasta que empezás a olerlo, a saber de su aroma a tibieza fresca. Volvés tu boca hacia su oreja y rozándosela con los labios le preguntás con un susurro, ¿acabaste’ No, te dice y te mira con ojos quietos. Disculpame, le decís. Te sigue mirando con los mismos ojos ávidos y en calma. Como queriendo comprender algo. Casi llego, me faltó poquito pero me gustó sentirte terminar, me encanta, dice. No le decís nada más. Te quedás un instante dentro de ella hasta que buscar salir. Querés, casi necesitás, salir de ella. Intentás elevar tu cadera para salir, pero te retiene muy suavemente con los brazos. No te dice. Esperá, quedate adentro un poco más.