Quién diría…, ¿no? Aspenger – Revista Barullo

Están sentados a la mesa del quincho del hotel. Llegaron todos los comensales, son pocos para lo que suele esperarse de un treinta y uno de diciembre. Su hermano, Germán, está en Rosario desde hace dos días. Vino de Paso de la Patria para ver a su hijo Estebita y la novia y, de paso, pasar fin de año con él. Hace seis meses que no los ve. Los chicos siguen igual que cuando empezaron. Es algo usual en el caso de ellos.

Se aman sin reserva. Entre sí, a veces, parecen mirarse, pero evitan los ojos de los otros. Estebita contesta más, y la fonética de su léxico semeja la de un extranjero un poco pretensioso. Nació cuando Germán tenía diecinueve.

Germán es quince años menor que él y, por eso, siempre lo ha protegido.

Completan la mesa Fabio, un italiano y su novia paraguaya Nancy, unos veinticinco años más joven. Una mesa improvisada para ser treinta uno.

El italiano es bajo, tanto como Germán, moreno, de tipo mediterráneo, pelo ensortijado y ojos de profundo azul. Ella casi no habla. Se nota que es alta y abundante, morena de pelo y de ojos negros. Observa a Germán que no se ha ocupado de presentarse y apenas ha mirado al italiano. A ella más. Ha contestado alguna pregunta y les ha dicho que los chicos de la punta son su hijo y la novia y que vive en Paso de la Patria dedicado al negocio de la pesca.

Él se da cuenta de que Nancy ha empezado a reparar en su hermano. Fugazmente considera que Germán se involucraba en múltiples relaciones. Siempre seguía las propuestas de las mujeres con una actitud tan sumisa como distante.

El italiano presta atención a los chicos porque le parecen raros.

Germán dice que tienen síndrome de Asperger, los dos, y, enseguida, deja en sus manos la explicación. Él tiene que explayarse y, entre otras cosas, aclarar que esa afección nada tiene que ver con falta de inteligencia, sino todo lo contrario. Agrega que son geniales en ciertos rubros. Estebita en informática y Marisa en tejidos de un nivel de detalle imposible para cualquiera. También le gustan las reacciones químicas y sabe de drogas de todo tipo, y sobre sus efectos, incluso cocina extraordinariamente bien y es una experta en preparar café. Son muy amorosos y fieles, se escucha decir mientras Germán baja la vista.

Germán pregunta si puede fumar un poco de yerba y él le dice que no en la mesa. Nancy da un respingo. El italiano no dice nada. Ahora habla menos, al punto de que él se ve obligado a mantener el tono de la conversación porque es treinta y uno de diciembre y se va el año.

Nancy, en silencio, se ha mantenido al lado de su novio.

Germán dice que se va a fumar al patio interno. El quincho está al costado del patio que se extiende hacia atrás del hotel buscando el centro de manzana. La morocha, sin mirar al italiano, dice que también va a fumar. Se incorpora y camina hacia la puerta. Puede verse la magnitud de su cuerpo. Es inusualmente alta, de piernas poderosas, lleva suecos y se escucha el ruido de las pisadas a cada paso en el silencio del quincho.

Él busca algún tema de conversación. Su voz es inexpresiva y el italiano tarda en responder. Estebita y Marisa siguen adorando lo que hay entre ellos.

El italiano mira hacia el centro de la mesa. Él le pregunta si hace mucho que no surfea. Responde que hace un año estuvo en Garopaba.

Él comienza a percibir el ruido de los cubiertos sobre los platos, incluso el que hacen los chicos en la esquina de la mesa. El italiano come. Está inmóvil salvo por el movimiento de sus mandíbulas. Ahora apoya ambas palmas a cada lado del plato y levanta la cabeza para fijar su mirada en un punto que está por detrás del asiento que Germán ha dejado vacío. “Voy a buscar el champagne”, dice él.

Vuelve con la botella y la pone delante del italiano que sigue en la misma actitud. Se pregunta cuánto tiempo ha pasado desde que salieron. Marisa parece atisbar al italiano, pero él sabe que es difícil que eso sea posible.

Se abre la puerta del quincho y entran Nancy y Germán. Cada uno se va a sentar a sus respectivos lugares. El italiano mira a Nancy y después a Germán y después hacia la mesa. Sonríe.

Él está sirviendo las copas de champagne.

El italiano le dice que la vendió.

Hoy están en el living, uno a cada lado de la mesa ratona. Los chicos están sentados en un sillón doble. Le vuelve a parecer que Marisa levanta la vista para observar al italiano. Germán ha ido a comprar cigarrillos.

Le pregunta, porque no entiende, qué significa que la vendió. “Eso, que la vendí” contesta: a sus amigos, los de los clubes, que ya está con ellos, que vive allí y que ahora hace lo que debió hacer desde un principio, “pero, a veces, los hombres se equivocan, a cualquiera puede pasarle”. Él le pregunta si ha vuelto a verla. El italiano le dice que sí, que se hizo atender por ella y que no le pidió que la sacase de ese lugar. Él no quiere que los chicos sigan escuchando y le dice a Marisa que les haga un café. Marisa hace diferentes tipos de café de acuerdo a la variedad y el refinado. En la cocina hay una cafetera italiana de las que acumulan la infusión en el recipiente de arriba. También hay un briki que le regaló el griego del restaurant.  Sabe que Marisa va a elegir cómo hacerlo y que puede tomarse su tiempo. Le gustan la cocina, la función de los utensilios, los procesos y los resultados. En una alacena tiene lo que compone un pequeño laboratorio químico con los elementos, sales y principios activos para las reacciones básicas. Se lo regaló él y, al momento de recibirlo, se rehusaba a abrir la caja absorta en las filigranas doradas sobre el cartón de fondo azul.

Estebita parece seguir en su mundo. Él decide cambiar de tema. Dice que el hotel es un negocio que obliga a estar siempre, que no tiene horarios, que es muy difícil tomarse vacaciones.

Marisa tarda mucho. Puede pasar. No se escucha ningún ruido.

Al italiano no le interesa hablar del hotel. Más bien le interesa el tema agropecuario, el monte y cazar donde abundan los animales. Quiere saber si hay jabalíes en La Pampa. Tiene un fusil capaz de hacerles un agujero como una pelota de tenis. Insiste en que el jamón de jabalí, como lo hacen en Sicilia, es insuperable.

Él vuelve a preguntarse qué estará haciendo Marisa. Ya debería haber traído los cafés.

La chica entra con una bandejita y tres pocillos. Se los acerca mientras desvía la mirada hacia algún lugar bajo de la habitación. También le da un pocillo a Estebita. Ellos sí se miran.

Germán va al club para ver a Nancy. Se enteró por él.

La encuentra y juegan un poco, en realidad un buen rato.  Germán siente el placer propio de la entrega en Nancy, pero no se lo va a decir a nadie.

Cuando terminan se quedan en silencio. En algún momento dice, en un susurro apremiante, que ella tiene que salir de ahí y dejar ese laburo. Ella contesta que se está poniendo vieja y que no tiene otra cosa que hacer. Tal vez va a tener un hijo y lo mira. Germán le devuelve la mirada y calla. Después se cambia, dice que va a volver mañana o pasado.

Están en el quincho, los cuatro. A la tarde los chicos tienen que regresar con la madre.

Germán no ha vuelto al club. Nancy no lo ha llamado. Se va en unos días, en colectivo, como llegó. Tiene trabajo en Paso de la Patria. Él quiere saber si tiene ganas de volver al pueblo. Germán lo mira interrogativamente y pregunta por el italiano. Mal, dice él, muy mal. Hace cuatro días que está en terapia intensiva y los riñones empezaron a funcionar mal. No se sabe bien cuál fue la causa. Hablan de una úlcera y de una intoxicación. Empezó con rechazo a ciertos alimentos, con asco repentino y vómitos. Están atendiéndolo, pero el pronóstico no es bueno. Capaz que se muera, dice Germán y le pregunta a Marisa si no quiere preparar café para todos.

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