Las Graziella – Página 12

Andar en bicicleta era su mayor placer. Sabía ejecutar trucos: soltaba el manubrio, iba sobre la rueda trasera y hasta llegó a intentar pararse sobre el caño superior del cuadro. Esa vez no le fue bien.

Le gustaba mirar las grandes carreras que recorrían las poblaciones de Francia o España. Definitivamente había algo fascinante en las bicicletas. Sentía que cada una estaba dotada de carácter propio.

Era difícil explicarse por qué gozaba tanto al recordar un accidente que le tocó ver por televisión sucedido en el Tour de France. Era difícil, aunque hubo quien le encontró sentido después de lo que terminó pasando.

El accidente formaba parte de las anécdotas que más le gustaba relatar. Esa bicicleta estaba harta y se permitió romperse en la horquilla en plena bajada a máxima velocidad. El ciclista fue despedido hacia adelante y la aceleración natural se vio intensificada por la pendiente del camino. Le parecían fascinantes las evoluciones del cuerpo del hombre que daba vueltas cuan largo era haciendo contacto alternativamente con los pies y la cabeza en un irresistible flic flac. Las carcajadas se sucedían al contar cómo la anatomía del cuerpo en cuestión iba perdiendo rigidez a medida que daba vueltas y se iba transformando en una bolsa de huesos.

Siempre desaparecía del club cuando había que hacer algún trabajo como acarrear baldes de arena o ladrillos para alguna de las obras. En el club había un corral de alambre tejido a medio terminar donde se criaban pollos y pavos que, en general, mantenían relaciones aceptables, salvo por el gallo. Vivía maltrecho, pero era porfiado como un burro y coqueteaba con el peligro haciéndose ver por el pavo alerta hasta que se producía el encontronazo del que el gallo ensayaba escapar, pero sin la velocidad necesaria debido a sus lesiones, algunas crónicas. Entonces se refugiaba entre sus gallinas y su cacareo se transformaba en una letanía.

Eso le gustaba tanto como aquel accidente y no perdía oportunidad para acercarse al gallinero para mirar. Solían decir que era un colgado y que, incluso, preocupaba a su madre.

Su bicicleta era de color azul y rodado veintiséis, de ruedas gruesas y con una banda blanca. La mantenía siempre muy limpia y llevaba una camperita de nylon en el portaequipaje.

No se alegró cuando en esa época salieron unos extraños modelos que tenían la ventaja de plegarse y ser transportados en poco espacio. Se caracterizaban por las ruedas mucho más pequeñas que lo usual y por no tener un cuadro sino un solo caño grueso con una fuerte bisagra que permitía plegar la bicicleta en dos mitades. Todos la querían por lo novedoso y porque no eran caras. Ansiaba probar, pero no se atrevía a pedírsela prestada a nadie. Decidió llevarse la de Ignacio porque era más peligroso. Al padre todos le tenían miedo.

Aquella tarde vio las bicicletas agrupadas en un vértice de la cancha de fútbol del barrio. Había muchas, más que las correspondientes a los catorce jugadores y podía explicarse porque sobraban muchachos y jugaban por turnos. Salía el que conquistaba un gol en orden a que todos pudiesen participar.

Buscó entre los jugadores y reconoció a Ignacio por su delgadez y su velocidad. Miro hacia las bicicletas y entre las que estaba paradas y las que estaban echadas sobre el piso vio la suya, color verde claro.

Estaba oscureciendo y empezó a temer que se diera por terminado el partido. Supo que no tendría más tiempo. Se acercó a las bicicletas y soportando los latidos de su corazón mientras imploraba que nadie se diera cuenta, tomó la bicicleta de Ignacio, levantó el pie, la montó y salió andando con la sensación de que enseguida escucharía los gritos.

Voces escuchaba, pero ninguna sobresalía. Se refugió detrás de un cerco de ligustrinas para atisbar. Nada parecía anormal en el desarrollo del juego. Se subió de nuevo y salió a máxima velocidad. Parecía más fácil andar sobre ese tipo de bicicletas. Invitaban a hacer trucos y todo se sentía sencillo. No tardó mucho en darse cuenta de que la desventaja principal era la velocidad. Si bien la aceleración era notable, enseguida se llegaba a un límite.

No sabía bien hacia dónde dirigirse ni qué iba a hacer. No tardarían en descubrir el robo. Pensó que ya podrían estar buscándolo y que seguramente harían la denuncia en la policía. Íntimamente albergaba la esperanza de que nadie lo asociara al robo. Iba por la avenida y decidió doblar por una calle poco transitada y de tierra. Había considerado la posibilidad de volver a su casa, pero le parecía imposible esconder la bicicleta. Iba siendo tiempo de abandonarla en algún terreno baldío y volver caminando y corriendo. Era consciente de que se acercaba a la ranchada.

Decidió volver y acercarse de nuevo a la avenida. A dos cuadras se detuvo, dejó la bicicleta al costado de la calle y se alejó caminando. Después giró, la contempló tirada y volvió para montarla de nuevo. Ir a buscarla le pareció providencial porque encontró una solución: debía ir al club donde la podría dejar para que la descubrieran y así Ignacio pudiese recuperarla, pero no debía ser descubierto. Cuando se acercaba al gran portón de ingreso divisó al grupo de muchachos que venía de frente por la otra cuadra. Aceleró a fondo confiando en que no sería visto y entró a la carrera. Iba hacia la cancha de tenis criollo con piso de material que, a veces, usaban también como cancha de vóley. Detrás de los vestuarios había un pasillo donde tenía la posibilidad de dejarla. No pudo evitar detenerse unos segundos frente al corral. Se acercó al alambre tejido y confirmó que el cuerpo exánime, desbaratado y manchado de sangre era el del gallo. Estaba tirado en medio y algunas gallinas picoteaban el suelo. No se veía al pavo. Pensó en el contraste entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto del gallo. Escuchó el vocerío que venía desde la puerta del club y se puso en marcha. Subió al piso de la cancha de tenis criollo y, en la oscuridad, escudriñó a ras de suelo para confirmar que la red no estuviera tendida. Entonces, salió a toda velocidad hacia el fondo. En la mitad de la cancha sintió cómo la ceñida fuerza lo retenía por la garganta y cómo su cuerpo se desplazaba hacia adelante hasta quedar en posición horizontal mientras la bicicleta seguía su trayectoria separándose de él. Cayó sobre el piso dando un feroz cabezazo contra el cemento. Le pareció ver un fogonazo.

No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente. Se levantó y caminó tambaleando hasta la bicicleta que permanecía tirada más adelante. No escuchaba a nadie y no se sentía seguro. Alzó la bicicleta como si pesara mucho y la acompañó hasta dejarla detrás de los vestuarios. Decidió volver a su casa porque pensaba que no estaba en ella. Buscó la puerta del club y le pareció que había a un gran salón donde jugaban al billar y al casín. Los sonidos llegaban desde lejos. En la puerta estaban los muchachos que habían jugado el partido. Lo invitaron a quedarse en el club con ellos. Se escuchó decirles que volvía a su casa. Primero fue al baño y vio la marca sobre el cuello. Después se acostó creyendo que lo del gallo no era real.

A la mañana siguiente lo encontró su madre con los ojos abiertos y la marca en el cuello. En medio del espanto, esa marca le dio certeza de lo que había intentado antes de llegar a su dormitorio y que, al final, había logrado.

Ese día se suspendieron las actividades en el club, incluso el partido de vóley que estaba previsto y para el que habían subido la red de la cancha de tenis criollo.

Nadie entendía cómo había podido hacer eso. Nunca se lo veía triste, aunque, eso sí, era raro. No era el primero en el barrio.

La bicicleta fue encontrada y todos se dieron cuenta de que había sido una joda de alguien, vaya uno a saber quién, al margen de la terrible noticia.

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